viernes, 3 de abril de 2020

TIEMPO DE ORACIÓN


        Miren por dónde este confinamiento por el chinavirus me ha traído a la memoria una vivencia que nunca antes había recordado. El teatro de mi colegio, bien dirigido por antiguos alumnos, experiencias que nunca dejaré de agradecer porque contribuyeron grandemente a mi formación, deparó que se  me encargara el papel protagonista de la obra dramática que describía la vida y muerte del adolescente San Tarsicio, mártir romano por la persecución del tirano emperador Valeriano. Tarsicio fue descubierto cuando portaba la Sagrada Eucaristía para que comulgaran los cristianos presos. El valeroso patrón de los monaguillos se negó a entregar las Sagradas Formas y murió apedreado. No recuerdo cómo se redactó la escena en el teatro, pero lo que no se me olvida es  mi expiración en el escenario, seguido del aplauso del público con alguna voz femenina insultando a los criminales.

         ¿Y por qué vuelve a mi mente aquella representación?

       Porque echo mucho de menos comulgar. Han cerrado los templos, así que tampoco puedo encender velas a Santa Marta los martes; ni yo ni  los cien devotos que piden favores a la amiga de Jesús, la que lo recibió en su casa en la víspera del Domingo de Ramos.

       Sí, echo de menos la Sagrada Hostia. La que recibía cada año la madre de Adelaida, cuando el cura, en procesión, visitaba a los enfermos impedidos para que cumplieran con el mandato de la Iglesia: comulgar al menos una vez al año. Mi madre entornaba la puerta, mis hermanos mayores, niños aún, se arrodillaban y cantaban al paso de la Eucaristía, que subía a la segunda planta.  A dos voces sonaba "Te adoro, Sagrada Hostia..." Embelesaba el canto. Se habían logrado unos momentos sublimes, inolvidables. Los vecinos felicitaban a mi madre y a mis hermanos, y Adelaida, casada pero sin hijos, cuando llegaba el Día de Reyes se complacía en entregarnos los regalos que en su casa habían dejado de noche Sus Majestades.
          
       Al menos veo la misa que, desde la Casa Santa Marta, en el Vaticano, se retransmite a las 7 de la mañana. Qué mal predica el Papa Francisco. Sólo un día lo califiqué con 5, en los restantes no superó el 4.

     Sin embargo, la mayoría de las homilías de la misa de media mañana obtiene aprobado; el resto sube a notable o sobresaliente. El que no pasa del 5, jamás, es un cura que abusa de las anáforas sin perdonar a los sufridos oyentes.

     Rezo diariamente el rosario, como prometí en Isla Cristina el 19 de agosto de 1995. Aquella tarde me confesé -tras muchos años de apartamiento de la práctica religiosa- y comulgué. Sucedió en la iglesia de los Dolores. El confesor era el párroco que años después me comentaba que viajó a Argentina para saber más de la vida de su paisano de Villablanca el obispo de Buenos Aires don Manuel Azamor (1733-1796).

       ¿Por qué cuento todo esto? Porque desde aquel bendito 19 de agosto comulgo cada día, luego noto la falta del Pan del Cielo. Por cierto que ese día se cumplían 78 años de la cuarta Aparición de la Virgen de Fátima a los tres pastorcillos. Y añado esto no sólo por ser una efeméride sobrenatural sino porque han sido varios los acontecimientos de mi vida ligados a Fátima.

        Otro de tales hechos  ocurrió el 13 de febrero de 2005. Aquella tarde, buscando estacionamiento en Coimbra, pasé dos  veces por delante del convento donde agonizaba Sor Lucía. Yo no lo supe sino al día siguiente, cuando los titulares de todos los diarios anunciaban que la vidente había fallecido. Yo había pernoctado en Viseo, y a mediodía, en Coimbra de nuevo, almorzaba y leía la noticia.
       
        Dos meses más tarde, tal día como hoy, el  2 de abril de 2005, entregaba su alma a Dios un pontífice que había conocido a Sor Lucía en 1982, 65 años después de las Apariciones. 

         No sé si el lector ya se ha cansado de este "Tiempo de oración", pero si sigue ahí continuaré mi relato. Estamos a 2 de abril de 2005 (hoy se cumplen, pues, quince años). No suelo dormir siesta, pero aquella tarde el cansancio me había dejado profundamente dormido. Soñé que el Papa Juan Pablo II me hablaba y me ayudaba. Me desperté a las 21.37 horas. Lo supe porque desde hace mucho tiempo anoto los despertares, y más si están precedidos de sueños.
        
          Necesitaba pensar en las imágenes oníricas y pasear para reflexionar.
Bajé al coche, y aunque yo nunca conecto la radio al iniciar un trayecto, esa noche sí lo hice. El locutor informaba de que  Juan Pablo II había fallecido a las 21.37 horas. ¿Qué debo pensar, atento lector?
       
       Hoy han transcurrido quince años desde aquel triste suceso para la historia de la Humanidad. Los pontífices que lo han sucedido han introducido incertidumbres y tinieblas en la Iglesia. El camino de la cristiandad no es por el que nos conduce este Bergoglio mal predicador, como he escrito al principio. Y el mundo se encuentra dramáticamente invadido por una pandemia china, originada por los seguidores del ateísmo y de la dictadura  comunista. Así que hay que rezar para que Dios, la Virgen y los santos nos ayuden a vencer al mal. Pero sabiendo, como lo sabían los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II, insuperables gobernantes del mundo, que la inmortalidad del alma nos descubre que existen el Cielo, el Purgatorio y el Infierno.

        Es tiempo de oración.

Antonio Egea.


(la foto ha sido tomada de hogardelamadre.org). 2-4-2020