En la misa el cura mostró que no creía
en los milagros, o eso parecía, por cuya razón le esperé a la salida de la
sacristía. Como el sacristán sabe casi tanto como el diablo, intuyó el interés
de mi entrevista con el presunto hereje, y me advirtió definiendo al sacerdote:
“Es catedrático de la Pontificia”.
Me presenté e interpelé al
celebrante:”Vaya por delante que yo no creo que San Cristóbal facilite
estacionamiento a los devotos”. A continuación argumenté con los milagros
hechos por Jesús y sus Apóstoles, la promesa de que los discípulos harían
prodigios, y algunos datos históricos sobre éstos. Pero ahora no vamos a
ampliar la conversación ni a conjeturar sobre si el profesor heterodoxo
abandonaría su error. Porque lo que ahora quiero contar no tiene que ver con
éste sino con el gigantesco santo de las catedrales e iglesias priorales, como
la marchenera iglesia mayor San Juan Bautista.
Había dado ya varias vueltas por el
casco histórico de Ayamonte, y miren por dónde me acordé del santo que yo había
despreciado. Me sometí a la prueba y recé a San Cristóbal por vez primera en mi
vida rogándole una plaza de aparcamiento. Dicho y hecho: de inmediato vimos un
espacio donde aparcar el coche.
Como en verano Ayamonte está atestado,
repetí el ruego sucesivos días antes de iniciar la búsqueda: al instante
hallábamos plaza libre. O sea, que San Cristóbal desmentía mi irreflexivo
rechazo contra su labor de gorrilla celestial. Desde entonces me encomiendo al
santo gigantón, pero sin abusar. Sólo le rezo en caso necesario y me atiende.
Fue el jueves 14 de noviembre de
2019. Camino de la estación le pedí a San Cristóbal un imposible: que pudiera
subirme en Santa Justa al tren que saldría a las 22,40 horas para mi destino
final. Mi autobús debía salir de Huelva a las 21,15 y así ocurrió. Le comenté
al conductor la prisa que tenía para mi conexión con un tren en Santa Justa, y
el probo empleado me contestó que eso no se le debía decir al responsable del
transporte colectivo. Tenía toda la razón y le pedí perdón; no debí hacerlo por
mucha que fuera la urgencia que me apremiara. En silencio reiteré mi oración en
el trayecto. Pero sorprendentemente a las 22,16 horas llegaba a Plaza de Armas.
Una hora y un minuto de duración; jamás había sucedido. A continuación, había
que tomar un taxi. A veces no hay ninguno, pero esa noche sí que lo había. El
vehículo paró en el primer semáforo, todo normal. Pero lo que no es normal en
absoluto es que no parara en ningún otro semáforo hasta la Barqueta. San
Cristóbal estaba interviniendo de forma evidente. Cualquier conductor puede
hacer la prueba. Pero ¿saben qué más pasó desde el semáforo de la Barqueta?
Que, desde la Barqueta, recorriendo la Ronda histórica, llegando a la esquina
de María Auxiliadora con José Laguillo, recorriendo toda José Laguillo hasta la
rotonda desde la que se gira para Santa Justa, todos los semáforos estuvieron
en verde hasta que paramos en rojo en la rotonda. Imposible terrenalmente. El
más rápido y diestro conductor puede probarlo. Eso no puede acontecer si no hay
una mano celestial que regulase las señales para que yo pudiese alcanzar mi
tren. Me bajé del taxi a las 21,30 horas. Faltaban todavía diez minutos para
que mi tren llegara a la estación. Sobrenatural. Sólo el gigante San Cristóbal
es capaz de esa hazaña. Desde la estación de autobuses de Huelva hasta la
estación de trenes de Santa Justa habían transcurrido una hora y quince
minutos. Únicamente San Cristóbal. Al que yo, en mi ignorancia, había
despreciado. Los milagros existen, y San Cristóbal, el que porta a Jesús en su
hombro, lo demuestra.
(Fotos tomadas de andalucía.org y clubrural.com) (21/11/2019)
(Fotos tomadas de andalucía.org y clubrural.com) (21/11/2019)
